Comentario
Uno de los mayores acontecimientos de la historia del mundo musulmán medieval se produjo a comienzos del año 929 (final del año 316 de la hégira): la proclamación del califato de Córdoba por el emir Abd al-Rahman III, séptimo sucesor de su homónimo y fundador de la dinastía establecida desde el año 756 en al-Andalus. Este mismo año se reanudó la acuñación de dirhams, interrumpida durante unos treinta años, y se inauguró la de los dinares, nueva en al-Andalus. Ambas monedas designaban al soberano como Amir ai-Mu'minin. Este reconocimiento o restauración del título califal por los omeyas de Occidente no era una simple peripecia política en la historia de la dinastía ni en la cuenca occidental del Mediterráneo.
Se podría considerar esta restauración como puramente simbólica o como un asunto de política interna y desde este punto de vista sería la consagración de la victoria definitiva que el poder cordobés había logrado unos meses antes sobre la interminable revuelta de Ibn Hafsun (la toma de Bobastro tuvo lugar en 21 dhu 1-qa,da 315/enero del 928 y la visita de Abd al-Rahman III al lugar de los hechos y la exhumación de los restos del gran rebelde se hicieron en muharram 316/marzo 928). Marcaría también el restablecimiento de la autoridad del poder central de Córdoba sobre la mayor parte del territorio y anunciaría la rendición de las últimas disidencias como la de Badajoz y de Toledo, que ya eran previsibles.
Pero es preciso resaltar que este acontecimiento tuvo, además, otra dimensión. Por una parte, sólo se le encuentra explicación en el contexto general, especialmente perturbado, del mundo musulmán de los primeros decenios del siglo X y podríamos pensar que no hubiera sido posible al margen de estos aspectos político-religiosos de alcance internacional.
Por otra parte, la naturaleza misma del poder dinástico cambió a causa de este acontecimiento, y el alcance histórico y cultural de la baya o reconocimiento y adhesión del pueblo a los califas de al-Andalus fue inmenso. Sin aceptar las tesis ni el método que ha desarrollado Gabriel Martínez Gros en su obra sobre la "Ideología omeya", me parece que este libro muestra bastante bien la ambición implícita o explícita del califato de Córdoba -en tanto en cuanto era un poder teóricamente universalista- de emprender en el espacio que le rodeaba una verdadera reconstrucción del mundo, en el orden geopolítico y cultural, parecida a la que emprendieron, en la misma época, los fatimíes y sobre todo a la que había caracterizado a los abasíes siendo esta última, en gran parte, fundamento de la civilización musulmana.
Estas pretensiones, aparentemente desmesuradas en relación con el alcance político real de un poder cordobés que sólo logró imponerse en el Magreb occidental representaron, en el orden intelectual y artístico, los fundamentos de la cultura andalusí, considerada como una de las dimensiones esenciales de la civilización arabo-musulmana. Podemos pensar que sin el califato de Córdoba ni Ibn Hazm ni Ibn Rushd (Averroes), ni la transmisión del saber árabe al Occidente cristiano habrían existido. Tampoco habrían existido, con toda probabilidad, el arte almohade, extraordinaria síntesis de las tendencias artísticas beréberes y andalusíes en el espacio geográfico que los omeyas habían empezado a unificar y del cual se derivaron tanto el arte de la Alhambra como cualquier arte posterior del Magreb.
En la carta que mandó el soberano a los gobernadores de provincias para anunciarles la restauración del califato, invocaba el derecho del soberano omeya al título de Amir al-Mu'minin (Príncipe de los Creyentes) que otros habían usurpado. Abd al-Rahman III, por primera vez entre los omeyas de Córdoba, tomó un sobrenombre o laqab, el de al-Nasir li-Dini Allah (el defensor de la religión de Dios). Se situaba así al nivel de los otros dos califatos existentes entonces en el mundo musulmán. En primer lugar, por supuesto, se refería al califato abasí de Bagdad, cuyos título y legitimidad no habían sido contestados abiertamente por los emires de Córdoba hasta entonces. En segundo lugar al de los fatimíes de Qairawan, proclamado en el 910, que fue sin duda la justificación implícita de la instauración del título califal en al-Andalus. El fuerte poder shií, instalado desde hacía una veintena de años en el Magreb, representaba indiscutiblemente un peligro para el Islam ortodoxo -sunní- en Occidente.
Una propaganda mahdí, en la que sin embargo es difícil ver una influencia propiamente fatímí, secundó la revuelta de Ibn al-Qitt en el año 901. Ibn Hafsun había reconocido también formalmente el califato fatimí y, después de la toma de Bobastro, el soberano omeya hizo destruir la mezquita que había edificado allí al comienzo de su revuelta "de modo que fue arrasado y quemado el mimbar desde donde se había bendecido al apóstata y perversa estirpe, y mencionado a su aliado, el shií Ubayd Allah, a cuya cuerda había querido asirse, haciéndose de su partido (Muqtabis)". Sin embargo, no hay que exagerar la amenaza ideológica ni siquiera la social que representaba el movimiento fatimí para la Península. No se perciben tales influencias en el movimiento masarí, que se desarrolla en esta época en las zonas berberizadas situadas al norte de Córdoba.
Tal vez fuera en el aspecto militar y probablemente en el económico en los que el califato fatimí parecía más peligroso a corto plazo. En el año 917 sus ejércitos se habían apoderado temporalmente de la ciudad de Nakur, puerto activo en la costa mediterránea de Marruecos actual donde desembocaba parte del comercio de África occidental y cuyos emires fueron siempre fieles aliados de Córdoba. Después del 922-923, las fuerzas leales a Qairawan invadieron el Magreb occidental, partiendo desde la ciudad de Tahart que habían conquistado nada más formarse la dinastía y se apoderaron de Fez, de donde expulsaron a los idrisíes. Las relaciones humanas y comerciales eran constantes a ambos lados del estrecho, y el poder cordobés, cuyos súbditos visitaban asiduamente las costas del Magreb, no podía permanecer indiferente a esta progresión. Desde antes de la proclamación del califato, en el 924, Abd al-Rahman había intentado aliarse con los jefes zanatas Banu Jazar -establecidos en los actuales confines argelino-marroquíes- que luchaban contra los fatimíes y luego mandó que se ocupara Melilla. En el año 931, las tropas andalusíes entraron en Ceuta, donde se levantaron fortificaciones importantes. Desde entonces se establecieron en las dos ciudades guarniciones andalusíes con carácter permanente y el califato omeya desplegó grandes esfuerzos para contener lo mejor posible el avance fatimí, siguiendo en su política de alianzas con las tribus Magrawa-Zanata del Magreb occidental, hostiles a los Sanhaya del centro que sostenían el poder fatimí.